

Colombia
Aunque hoy se canta entre risas y baile, esta canción nació como una denuncia clara contra los abusos laborales y la desigualdad que vivían muchos trabajadores en el país.
Publicado:

Creativa Digital
Lo que hoy suena como un himno infaltable en los diciembres y reuniones familiares nació, en realidad, como una crítica directa a los abusos laborales y al maltrato del patrón sobre el trabajador. “El hijo de Tuta” es una de esas canciones que esconden verdades profundas detrás del humor, el doble sentido y el ritmo sabanero.
Aunque muchos la asocian únicamente con la voz y el acordeón de Lisandro Meza, la historia detrás de este clásico popular revela cómo una letra cruda, casi censurable, logró transformarse en uno de los mayores éxitos del folclor bailable colombiano.
“El hijo de Tuta” no nació en la Costa Caribe. Su raíz está en la música guasca antioqueña y en una canción titulada “El Jornalero”, compuesta e interpretada por Octavio Mesa, conocido como el “Rey de la Música Guasca”. En su versión original, la letra era directa, fuerte y sin filtros, reflejando la dura realidad del trabajador del campo y su relación con un patrón abusivo.
Lisandro Meza, con su olfato musical intacto, escuchó el tema y entendió que allí había una historia poderosa que podía conectar con todo el país. Decidió entonces adaptarla al lenguaje sabanero, suavizar su forma sin perder el fondo y convertirla en una canción bailable, radial y apta para sonar en fiestas, verbenas y emisoras.
Uno de los cambios más inteligentes fue el del coro. En la versión original, Octavio Mesa utilizaba una grosería directa para referirse al patrón. Lisandro Meza la reemplazó por “Tuta”, un nombre aparentemente inofensivo que funcionó como un eufemismo perfecto. El público entendía el mensaje sin necesidad de decirlo explícitamente, lo que le dio a la canción ese sabor pícaro y burlón tan propio del Caribe colombiano.
Más allá del baile, la letra conserva su esencia de protesta: habla del gerente que maltrata a sus empleados, paga salarios miserables, disfruta de lujos y “se queda en la oficina hartando whiskicito”, mientras el trabajador madruga con “agua de sal” porque no le alcanza ni para la panela. Esa identificación fue clave para su éxito tras su lanzamiento en 2001, dentro del álbum El Embajador.
Como cereza del pastel, Lisandro agregó al final un chisme cantado que terminó de sellar el destino del tema como himno de parranda: la burla directa al patrón y su “secreto” personal. Así, lo que comenzó como una denuncia laboral terminó convertida en una canción que se canta entre risas, tragos y coros colectivos, demostrando que en Colombia hasta la protesta también se baila.